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De gorriones y cicatrices







Lucila había estado enojada todo el día, porque su hermano menor José Ignacio, y Fernando, un vecino, habían matado el gorrión que ella estaba cuidando. Un par de días antes había
encontrado a la pequeña ave con un ala rota en la pileta de agua de la escuela y la había llevado a su casa. Encontró una caja de zapatos que aún olía a betún; la forró con algodón esponjoso blanco donde puso el cuerpo pequeñito. José Ignacio le dijo que era tonta; el estúpido pájaro iba a morir de
todos modos. A ella no le importaba; estaba decidida a cuidar del gorrión hasta que el veterinario lo pudiera ver el lunes cuando la larga fiesta de independencia nacional terminara. A ella nunca le habían gustado esas fiestas; no entendía por qué la gente celebraba la independencia de los españoles cuando el país había estado en una brutal dictadura militar por años.

—¿De qué independencia nos hablan? —Lucila preguntaba a sus maestros cuando la reprendían por negarse a cantar el himno nacional después de que las autoridades educativas habían añadido un verso alabando a los ‘valientes soldados’ del país—. ¿Es que no ven que no somos libres?
¿Que no podemos ni siquiera respirar sin ser castigados? —Ten cuidado, Lucila —advertía la señorita Domínguez— uno de estos días te puede pasar algo muy malo. No desafíes a
las autoridades en público.
Años más tarde,algunos de los huesos de la señorita Domínguez fueron encontrados —junto con jirones del vestido amarillo a lunares que llevaba la última vez que su madre la vio— en el desierto de Atacama junto con cientos de otros huesos, cubiertos con cal; esos huesos quebrados
eran un mudo testimonio de la brutalidad del régimen militar. La profesora no había seguido su propio consejo y denunció públicamente las atrocidades del dictador.

Ese domingo por la mañana, la madre de Lucila la envió a comprar harina para hacer empanadas y cuando regresó al edificio, un grupo de niños estaba riendo y apuntando a algo que no podía distinguir. Se acercó al alborotado grupo que fue callando y abriendo un ruedo; su corazón empezó a
palpitar locamente en la garganta y un sentimiento de angustia la estremeció toda, no sabía por qué. Al abrirse el círculo por completo supo la razón: su pequeño gorrión yacía en el suelo de arcilla, sus ojos un velo nublado; su delgada lengua morada sobresalía como haciendo una morisqueta…
—¿Quién hizo esto? —preguntó Lucila en voz baja dándose la vuelta para enfrentar a los niños. Sentía arena en su garganta y un volcán que podía estallar en cualquier momento.
—Tu hermano y el Fernando empezaron. Lanzaron la caja de zapatos desde el cuarto piso; después lo apedrearon —dijo Laura, su mejor amiga, casi con placer.
Lucila se inclinó, recogió el cuerpo frío del gorrión; lo puso cuidadosamente en la caja de zapatos y subió a su departamento con ella bajo su brazo derecho y el paquete de harina en la mano izquierda, ni una sola lágrima en sus ojos. Puso la harina en la cocina y dejó el dinero que le habían dado
de vuelto en la mesa del comedor. Se encerró en el dormitorio y sollozó durante mucho tiempo, ajena a todo, excepto a su dolor y rabia.

Mucho más tarde, cuando todos los niños estaban jugando de nuevo en la noche de verano y las margaritas comenzaban a cerrar sus pétalos, Lucila fue a la habitación de su hermano. Trabó la puerta y comenzó una ruptura sistemática de la preciosa colección de robots de José Ignacio,
de los muchos trofeos que había ganado jugando tenis de mesa para la escuela y de todos los adornos que su hermano poseía. La habitación olía a su propia furia y al sudor fuerte de su hermano, mezclado con el aroma de esa colonia inglesa que a ella le parecía horrible, pero que a él tanto le gustaba. Se dio vueltas para abrir la puerta y salir cuando vio la colección de discos de larga duración: Frank Sinatra, Elvis Presley, Los Mellizos Carr, Los Beatles y los Rolling Stones. Tiene gustos
de adulto mi hermano —pensó, riendo histéricamente. Todos estaban ordenados prolijamente en un estante junto a la estrecha ventana. Los lanzó al suelo y empezó una metódica destrucción de los preciosos discos con el mismo robot que había decapitado segundos antes. Empezó con aquél que
mostraba la sonriente cara de Sinatra y continuó con todos los otros cantantes y bandas hasta que solo quedó un montículo negro de huesos de vinilo esparcidos por toda la habitación.

Lucila cerró la puerta, caminó de puntillas hacia el gabinete del cuarto de baño; sacó una de las hojas de afeitar de su padre y salió para unirse a los niños que jugaban afuera. Al verla, Fernando y José Ignacio la miraron con una mueca de satisfacción y desdén en sus rostros. Lucila se acercó a
Fernando y con un movimiento vertiginoso le dio un tajo a su mejilla izquierda. Después, sin mirar hacia atrás, regresó al departamento y se escondió en el ropero de la habitación de sus padres.

Su madre la encontró un par de horas más tarde con la caja de zapatos y el gorrión sin vida en sus manos, mirándola desafiante. Levantó a Lucila, le dio un abrazo y rompió a llorar con ella por las almas de esas aves que nunca más volarían en libertad o sin cicatrices.


 
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Lynda: Leer esta historia me recuerda la película/historia de Susan Glaspell, "A Jury of her Peers". En este, los vecinos investigan el asesinato de un hombre; Todos sospechan de su esposa, pero aquí no hay pruebas claras. Las mujeres, sin embargo, encontraron el pájaro cantor de su esposa, con el cuello roto. Al darse cuenta de que probablemente ella mató a su marido abusivo después de que él mató al pájaro, las mujeres guardan silencio.

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