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Aves en d(v)uelo

Otra reunión familiar, de hijas e hijos, sobrinos, nietos y bisnietos. La mamá de Esperanza había estado muy enferma todo el día, de mal humor, y todavía bajo el efecto de la quimioterapia a la que la habían sometido hacía dos días. Su padre estaba en el patio limpiando la parrilla con media cebolla cruda; ordenando cuchillos y un tenedor muy largo. También tenía una mata de cilantro para esparcir aceite de ajo sobre la carne mientras se asaba sobre las brasas de carbón, y una botella de cerveza.

—Este es un secreto que aprendí en las escuelas de verano cuando era mocoso —les contaba a todos—, para que el asado quede jugoso, suave y dorado. En la cocina, las mujeres preparaban las ensaladas y hervían las papas, mientras la nana hacía las empanadas y los hombres bebían vino junto a la parrilla. Esta gente no para nunca de celebrar cualquier cosa —pensaba Carmencita que había estado con la familia muchos años y había criado a los hijos de la hermana menor de Esperanza—, la señora enferma en cama y ellos dale tomatera y asado. Y el patrón que no me da respiro con sus demandas; “pela las papas, hazte un ajiaco, y las empanadas de marisco, ¿dónde están?” ¿creerá que soy robot, acaso? —decía entre dientes secándose el sudor en una cara llena de arrugas. El pelo caía en dos trenzas entrecanas. Los niños subían y bajaban las escaleras corriendo, sin hacerle caso a las advertencias de sus madres para que cortaran su güeveo si no iban a terminar cayéndose y rompiendo algo. A Esperanza le dolía la cabeza y subió al segundo piso para refugiarse de los gritos, el olor de la comida y el parloteo constante de sus sobrinos. Cerró los ojos un instante. Había estado cuidando a su madre desde hacía meses y meses y ahora se sentía agotada, deprimida y con mucho sueño.

Hacía calor y Esperanza despertó sudando. Se puso los lentes pero estaban empañados, y la casa estaba sumergida en un silencio absoluto. ¿Se habían ido todos? Poco a poco recordó que habían tenido una discusión, para variar, cuando mencionó el asesinato de Miguel Enríquez.


 

—Eso no fue un asesinato —dijo su hermana a quien todos le decían ‘la pechoña’ porque se lo pasaba en la iglesia—, el güevón murió durante un enfrentamiento armado entre esos terroristas y la policía.

—¿Me vas a decir que a Víctor Jara no lo asesinaron? Salió hasta en El Mercurio —dijo enojada Esperanza.

—También comunista —intervino su hermano menor Alejandro quien se había criado en dictadura. Era apuesto, le gustaba bailar y pensaba que todo lo que se decía de los asesinatos, torturas y desapariciones era mentira—. Pinochet nos salvó del comunismo y a ti debería darte vergüenza andar metida en protestas, ¿te falta algo acaso? ¿No tienes un buen trabajo? ¿De qué te quejas entonces?

—Tengo corazón, ojos y oídos, hermanito —dijo con ironía—. Papá, tú me dijiste que le habían quebrado los dedos y lo habían obligado a tocar la guitarra —miró a su padre para encontrar un aliado, pero él dijo que tenía que ir al baño y no respondió.

Esperanza se levantó de la mesa y se fue de la cocina dando un portazo, furiosa. Tenía tantas preguntas y dudas que su padre nunca le contestaba. Simplemente argumentaba que nunca hizo nada, nunca vio nada, nunca escuchó nada, hasta el día de su muerte.

Un solitario gorrión trinó afuera de su ventana. Eran tan solo las cuatro y media de la mañana, pero ya se veía la luz tenue de la alborada ¿Por qué cantaría tan angustiado?

Se acordó de que su padre solía cazar pájaros. A menudo tomaba su viejo fusil y Esperanza se estremecía sabiendo que iba a volver con los pequeños cadáveres de algunos zorzales y le ordenaría a su madre que los cocinara para el almuerzo. Esperanza vomitaba en secreto cada vez que tenía que comerse a esas aves. Años más tarde, su padre le contó que un día en el extremo sur de Chile, cuando los argentinos y los chilenos estaban enfrentados en un conflicto en la frontera, él y un grupo de soldados de la fuerza aérea se detuvieron a acampar e hicieron un asado con un chulengo, “la cría de un guanaco” —explicó. “De pronto, los árboles que nos rodeaban explotaron con una avalancha de cientos de pájaros verdes, bandadas de choroyes como esquirlas esmeraldas chillando y perturbando

la serena tranquilidad del lugar. Los pelados tomaron sus fusiles y empezaron a dispararles a los loros, matándolos simplemente por el placer de matar algo. ¿Es eso lo que tú y tus hermanos de armas han hecho con aquéllos que se oponen a tu gobierno castrense, matar por el simple placer de matar? —pensó Esperanza sin decir nada a su padre quien por primera vez le contaba algo de su vida como militar.

 

—De pronto —suspiró su padre—, me di cuenta que los choroyes* ya no estaban volando en pánico, asustados como al principio, sino que se devolvían, sin hacerle caso a nuestros tiros. Les ordené a mis hombres que dejaran de disparar y vimos, asombrados, como los loros se quedaban junto a los cuerpos de sus amigos muertos o heridos y cantaban con una emoción que hizo que me doliera el corazón de arrepentimiento por lo que habíamos hecho. Su canto sonaba como un gorjeo funerario de dolor y pérdida. Rato después, cuando los choroyes heridos habían muerto, una nube verde de pájaros alzó el vuelo y bailaron una extraña danza de despedida en el aire, hicieron un círculo sobre sus amigos muertos, perdidos para siempre, y de pronto se fueron volando tan rápido como un cometa hasta esfumarse en el denso follaje de los árboles de las montañas cercanas.

Desde ese día, su padre no volvió a cazar pájaros ni otros animales, o al menos eso es lo que decía. Esperanza limpió sus lentes, peinó su cabello gris y se puso a llorar por su madre, por los zorzales y choroyes asesinados, por las manos de Víctor Jara, los sueños de Miguel Enríquez y su propio cuerpo y alma destrozados. El ave fuera de su ventana dejó abruptamente de cantar. Era hora de despertar a su madre para que se tomara sus remedios, pero ella no volvió a abrir los ojos y murió tranquilamente esa misma mañana, dejando a Esperanza llena de dolor y angustia. Iba a pasar mucho tiempo antes de que pudiera volver a cantar o a escuchar el cantar de los pájaros sin ponerse a llorar.

 

Una semana antes de morir le había dicho:

—Quiero que en mi funeral me cantes esa guajira cubana—.

Esa canción se la pedía en todas las fiestas familiares, para puro molestar a su esposo y vengarse a su manera por tantas cosas que solamente ella sabía y había aguantado de él.

Así es como en su velorio cantó, para disgusto de muchos, la canción del Ché Guevara** que a su madre tanto le gustaba. Su padre la miró serio, pero no enojado y no dijo nada.

*  Choroyes son un especie de loro, que vive en el sur de Chile.

** A Consuelo le encantaba cantar la canción "Comandante Che Guevara". Curiosamente, este final de la historia (que se vincula con su propia vida) no estaba en la versión en inglés. Lo he incluido, basándome en el final de la versión en español. A continuación, se incluye un enlace a Carlos Puebla cantándola.

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